Jose Carlos Yrigoyen (Lima en 1976). Estudió Comunicación y Derecho. Trabaja como docente y comentarista de libros en la prensa. Actualmente trabaja en su próximo libro titulado: Roberto Miró Quesada.
Jose Carlos Yrigoyen
Esta mañana con Beatriz Eguren
Comparar, yo lo sé bien, nunca ha sido tu estilo,
pero ahora sabes qué cierto es eso que cuando la vista
le comienza a fallar a uno, no queda sino fijarse
en los objetos que se han ido acumulando poco a poco
dentro de esta casa hace más de cincuenta años.
Por ejemplo, el sol. El sol, dices señalando el espacio
gris de la ventana, rueda por el cielo, bruscamente
y sin saber a dónde ir, al igual que mi lengua,
la que se debate en silencio, mientras voy leyendo
mentalmente el poema encontrado en una revista europea,
escrito en un idioma que desconozco,
pero en el que de todos modos algo nuevo podemos
rescatar. Si estamos frente a una declaración que insiste
delante de nuestros ojos en tener algún significado
que no logramos desentrañar, como la canción
interpretada por un desconocido encerrado en el baño,
y nos rendimos a la mitad del intento, somos
dueños de una libertad algo incómoda, que primero
nos mantiene frescos y libres de toda influencia,
como si de pronto fuéramos colores primarios.
Y si estamos comenzando a flotar de esa manera,
a través del humo de los arbustos y los incineradores,
no podremos dejar de reparar en una sensación subterránea
que se separa de sí misma para no correspondernos,
igual al enloquecido capitán de un bote salvavidas
al que rogamos un sitio dentro de su embarcación,
flotando, con nuestros organismos remontando
este mundo tan hermoso como un tumor hermoso.
Por supuesto que no podemos estar así mucho tiempo.
Lo incomprensible —amplios y minuciosos planos
para una boca antigua clamante, digamos, entre las hojas—
no es un goce que se pueda mantener más que unos pocos minutos.
Luego todo se vuelve obvio, como sentir el amanecer
y con él otro día que viene. Cielos siempre azules,
los simples pájaros negros —no los pájaros de la Historia—
como débiles símbolos de algo que conocemos
pero de lo que no estamos muy seguros. En la esquina
oigo cómo una mujer detalla a otra, enseñando la cicatriz,
la mastectomía que le practicaron la semana pasada.
La realidad es un crimen que se comete siempre en nuestro nombre.
Apunte para un poema sobre el matrimonio
1 de octubre. Si este amor puede crecer, sólo lo hará
debidamente en el Orden. He dormido hasta muy tarde,
como la primera vez que desperté contigo, hace tres años:
a diferencia de aquellos cuerpos ocasionales que amanecían
a mi lado, desordenados como tablas viejas en la orilla,
recuerdo bien nuestra posición sumisa al abrir los ojos,
que en algunos países pudo ser una forma de rezo.
He dormido hasta muy tarde, he pasado la noche apenas
sostenido en la lectura de la primera oeuvre de Ernst Zundel,
The Hitler we loved and why. Leyéndola puedes encontrar
la gozosa disposición de quienes fueron desnudados en la puerta,
lavados y purificados al igual que los veloces ratones
del sembrío, amontonados sobre el fuego solamente para destruir
el elemento mortal que heredaron de sus antepasados.
Zundel imagina esas almas liberadas escapando por el ducto,
como por una especie de vacío circular. Yo pienso, más bien,
que el exterminio es un río que acepta la perfecta sincronía
de unos muchachos sobresalientes en el manejo de los remos.
El exterminio es mi negativa a respetar lo imperfecto.
(Y si la variación continua es el estado natural de la mente,
Zundel de esa manera convierte las flores en sonido.)
Nada de esto servirá cuando me encuentre frente a ti.
Sólo me salvará llevar el poema hasta sus propios márgenes,
pedirte perdón por todos esos vicios en los que te inicié,
aceptar que se necesitaron dos para hacer de este amor
algo tangible o al menos verificable, que no pude hacerlo solo.
En el interior de la Iglesia aguardan nuestros padres,
nuestros amigos, la nostalgia del guardián de la torre de vigía,
los horribles nombres de los sobrevivientes. Aquí quedan
todas las cosas que para ser definidas deben estar ausentes. Aquí
mi plegaria entre los automóviles estacionados. 1 de octubre.
Un día en la vida de Bonnie Consolo
1
Ninguna desesperación como mi desesperación.
Y nadie como Bonnie Consolo, en esa lucha desigual
mantenida contra su joyero, frente a la cámara. Aunque
esta imagen viaja conmigo hace más de quince años,
recién tiene hoy lugar en el jardín de mis pensamientos.
La recuerdo doblando las piernas, ante la pequeña caja cerrada,
accionando su propio mecanismo al arrodillarse, alargando
el pie hasta abrir la cerradura con los dedos —hasta atrapar
con los dedos el collar. Endereza la columna vertebral
—una alineada sucesión de máquinas de afeitar. Lo que aquí
quiero decir no tiene nada que ver con la distribución del dolor
entre los hombres, ni con las absurdas limitaciones
de la literatura oral —con sus propias piernas logra colocárselo
alrededor del cuello. Ella ha salido airosa y yo no, pero mi lucha
es mucho más fuerte. Porque, Señora Consolo,
a los muchachos de trece y catorce años todavía les muestran
el cortometraje donde hace éstas y otras cosas, adoptando
involuntariamente en sus acrobacias toda clase de formas:
camarero entre las fieras, mar de sangre, monstruo que no puede
vivir en la tierra pero tampoco entre las aguas. Y les dicen
que usted es un ejemplo para los demás debido a su irritante
lealtad a lo imposible. Nadie dice que tuvo a su lado tres esposos
y dos hijos: pero yo esto tengo que enfrentarlo solo. Su vida
es una rutinaria sucesión de dos o tres maravillas, seguramente
ejecutadas sin considerar las reglas de la stasis y la repetición,
mientras aquí mi cara ha comenzado a cambiar, sumergida
en la oscuridad de las preguntas más simples: ¿es que acaso
significa algo la dolorosa mordedura que descubrí esta mañana
cerca de aquella parte de mi cuerpo donde alguna vez fui feliz?
Pero de eso, señora Consolo, la verdad es que casi no recuerdo
nada. Mejor imaginemos un momento a
2
Horoskop sin brazos; Horoskop presidiendo los mitos y ritos
iniciáticos, Horoskop dejando un rastro de monedas dentro
de los edificios del insomnio, Horoskop sonriendo a los niños;
Horoskop construyendo, haciendo cantar a sus manos, Horoskop
construyéndose cicatrices que luego ante la autoridad no sabrá
explicar, Horoskop reconstruyendo los instrumentos de Harry Partch
cuando Harry Partch era su sitio secreto, el resto de los regalos,
la ciudad cerebral. Horoskop evocando la respiración helada
del padre contra su mejilla ese sábado en el garaje de la casa
—contra la rectitud de su cintura desnuda. Y la luna arriba
oficiando como vínculo entre las preguntas que siempre se hizo
y las respuestas que nunca llegaron, demandándole
una metáfora zoológica que jamás le pudo conceder. Varios fines
de semana perdidos intentando olvidar todo esto a bordo
del auto de cualquier chico que sea un auténtico sol ario.
Te sonreirá hasta que descubra tus uñas sucias. Si tus dioses
son la pobreza y el mal gusto no esperes que te dé un beso.
Un mar guardado para ti. Dolorosa mordedura. Flores de madera.
Pero sobre todo este gran manojo de hierba. Te llevarás esta hierba
a los labios y le dirás que la deseas más que a todas las chicas
que alguna vez deseaste. Y no mentirás. Y así me recordarás
que hoy no hubo grandes noticias para nosotros, y seguramente
tampoco las habrá mañana. Con ella no hay salida, no hay ni siquiera
la ternura engañosa que tiene el barbado hombre en las duchas
por ese amante de ocho años de edad —un centelleo insolente—
que se arma y se rearma con la luz. Ni eso. Más desdeñosa que ella
no hay ninguna. Usted siempre tuvo a su lado alguien con quién
conversar antes de dormir. Pero yo esto tengo que enfrentarlo solo.
—Hemos cocinado hasta sus huesos, querida Horoskop,
pero no hubo nada tan insolente como este centelleo insolente.
—(Eso no tiene importancia. Igual dormí con él.)
Ninguna desesperación como mi desesperación.
(De Horoskop)
Primicias del mundo
[i.m. John Berryman]
El desastre del cuerpo se sienta a escribir. Toma conciencia
de los demás y decide entrar en comunicación con ellos. Sabe
que la urbe ha sido construida para el prójimo: por eso se recluye,
por eso escribe sobre esta actualidad que, como la talidomida,
desprende brazos, dispone a los médicos al borde del colapso,
desentierra hombres y mujeres para su estudio, se blinda
en una historia inacabada. El desastre del cuerpo lo escuchó alguna vez
y está de acuerdo: la vida es corta, brutal y nunca está de nuestro lado.
Hay contraventanas por donde es posible atisbar la evidencia.
Los drogadictos ocupan un lugar destacado en la trama. Cuidado
con la gente de las alcantarillas: vienen por usted. En Port-Louis
una esposa mata a su marido al encontrarle fotos con otra mujer
más joven que terminó siendo ella misma. Las escolares japonesas
rinden el examen médico en un gimnasio a la vista de todos.
Deben desvestirse ante la ambigua funcionalidad de la justicia.
El encierro nos ha puesto de un humor lascivo.
El presidente de Nauru y sus artilugios complicados y monstruosos.
Dos fundadores del Partido de la Caridad son reconocidos en la calle.
Fueron insultados y agredidos por una multitud de padres de familia
hasta que encontraron refugio en el baño de un restaurante chino.
La foto de unos cazadores desgarrando un okapi en la página seis.
Como los árboles sin hojas, suspendidos sistemas nerviosos,
la ultraderecha crece. Gana los escaños que entorpecen el objetivo.
Los diarios nos dedican titulares que son hornos crematorios.
La Corte Suprema prosigue operando en su tensa resurrección.
A punta de pistola, obligó al violador a desnudarse y procedió.
Ahora los niños están muy tristes por perder a su amigo.
El desastre del cuerpo no puede confirmar eso. Pero lo sospecha.
También percibe y difunde el terror institucional que ahoga la luz,
los depósitos de plasma que se pudren en los puertos paralizados,
los discursos que alimentan la noche de los desórdenes raciales,
y, como una mentira, restituye la forma de un mundo aparte.
Entrevista exclusiva a Todd Nickerson
El rumbo del artrópodo y de su predisposición por forjar
la lenta y ondulante destrucción de un libro, sinuoso-laborioso,
denso ante la amenaza de la verdad que insiste en negar y carcomer
es una forma de respuesta ideal porque sacrifica lo que estorba.
Nací sin mano derecha. Es el primer desbalance inquietante
que quisiera resolver. Cuando llega la noche a mi casa móvil,
donde duermo porque en la concisa ciudad que tengo al lado
demasiada gente sabe quién y qué soy, estudio Gálatas y un versículo
me susurra aquella teoría que ilustra la inclinación de algunos zurdos
por la pederastia. Si los ojos de una pequeña de falda naranja
me parecen más grandes que la vida, si me llevo a casa esa imagen,
mi virtud está invicta. Yo amo a los niños. Los monstruos son ustedes.
He llegado a la edad en que comenzamos a lidiar con la nada
y miramos con pasmo a los adolescentes combatir la ciencia.
Un mundo zodiacal, de animales aún por descubrir, de falacias
autobiográficas, es lo que impera. Logro reunir con esfuerzo
doscientos dólares al mes y cupones de alimentos y me pierdo
los sábados por el campo para reflotar la escena de esa niña
de siete años probándose zapatos en una tienda del centro comercial.
Jamás le haría daño a ninguna, y en eso hay una épica. Quien define al héroe
debe recordar que este nunca está completo. Su regreso es una apuesta
que suele desembocar en la pérdida. Entonces lo único que puede acreditar
es una voz testamentaria lastrando toda fe. Ese ha sido mi caso.
Ya Tennyson lo anunciaba: siempre vagaré con el corazón hambriento.
No soy tomado en cuenta por las transacciones de la noche. Huyo
de la muerte prematura en cada ademán, me informo del estado
de la leche y la carne que ingiero, no invito a nadie para pernoctar.
Una tarde me difamaron y guardé silencio. Fue una mala táctica.
Perdí mi empleo en un negocio local y hoy estoy detenido en el vacío.
Se ha aceptado la compulsión erótica de caernos por las escaleras,
la lujuria por las abejas, la atracción hacia los retrasados mentales;
en cambio, los locutores de radio dudan de mi pacifismo sexual.
Me preguntan por el Partido de la Caridad. Una muy mala jugada.
Para la ciudadanía no son humanos sino morados pulpos tenebrosos.
Es hora de entender que nunca nos saludarán con afecto ni alegría
las bronceadas familias que, al atardecer, regresan de la playa.
Meditación dominical de Todd Nickerson
El lenguaje de una vieja creencia está elaborado por asociaciones
(el argumento del terror y la muerte de un pequeño hijo en domingo,
por ejemplo) y no olvides que cualquier asociación afortunada
puede ser un albergue como el que ahora necesito para evadirme
del fin de nuestra violenta amistad. El corazón -que no progresa-
se alivia igual a un prejuicio que por fin es comprobado.
La pericia frente a los inconvenientes, la sincera resignación ante el dolor,
el espejo del baño como inicio inevitable de toda resolución criminal,
rastros del antiguo modo de vida mantenido por nuestros padres,
deberían ser a estas alturas las últimas alternativas
para el valiente adulto que no soy. Las enfermedades morales,
cuyos nombres en latín recuerdan al de las plantas de flores elípticas,
su códice angustiante, su infierno programado, se resumen
en la incapacidad de gratitud al tocar los muslos de una preadolescente.
Mi sanidad psíquica no se discute. Puedo decir: soy afortunado
como una asociación afortunada. He suprimido la realidad difamatoria
a favor de los peligrosos cuerpos que habitan mi virtuosa imaginación.
(De Ciclo del Partido de la Caridad)
El canto de Alice Howard Barry
Cada verso mío es una novela enorme: aquí la Historia
se restringe a anécdota sagrada, permanente, no mortal,
y por tanto despreciable para nuestros sentidos temporales,
tendientes a la putrefacción. Eso tuvo un alto precio.
El mundo perdido de la infancia aquí fue catorce veces perdido.
Todo comenzó cuando la minoría blanca decidió ignorar
los fenómenos celestes que anuncian el odio y el desastre,
el temblor impulsado por el alba que remeció las efigies
de nuestros padres tutelares en el monte:
los adultos se retiraban a la sala de estar y yo podía oír
la voz de mi padre combatiendo la somnolencia
una granada de mano en Tobruk
le arrancó una pierna y congeló la mitad de su rostro por siempre
en un gesto de horror
y eso fue no mucho antes del luto comunal por él
y de que mi madre contrajera matrimonio con el primer
arquitecto sordo de Sudáfrica -mi hermana Ann lo detestaba-,
de nuestra inesperada katabasis cuando él nos advirtió
que los países pueden desaparecer como los rododendros,
en singular una nación pequeña rodeada de enemigos
poderosos y colaboradores vacilantes; que un país comienza
a desmoronarse cuando es incapaz de renovar sus máquinas
y a sus jóvenes, me dijo afuera el hibisco que vigilaba la cocina,
el doble garaje habitado por las ratas, los cactus parásitos
-caucus del partido gobernante, reaccionario como una reunión
de ferreteros- los peces rectangulares de mis brutales pesadillas,
las grandes hormigas de la armada negra que recubren
a los animales atados a una estaca hasta dejarlos
en limpios huesos blancos dispersos sobre el polvo,
ni siquiera el chacal abatido bajo la acusación de tener rabia
fue más pavoroso que ese calor macizo aplastándonos en June Hill.
Es aquí donde mi pastoral suburbana se ilumina de pura verdad:
Douglas Chingoka con su sueldo de subinspector en la policía
podía ofrendarles a sus tres hijos la mejor educación posible
y asimismo podía comprarles verdes escorpiones de caramelo
en las surtidas tiendas de King George Road
La minoría blanca tampoco quiso hacer caso a la funesta aparición
de aquella criatura con tentáculos de dos metros en la playa de Beira:
los hoteles cerraron por falta de clientes y sus instalaciones
se volvieron madrigueras ocupadas por tres mil vagabundos.
Entonces solo nos quedó soñar con sucumbir al violento océano
de nuestro cielo en Salisbury, infestado de aeroplanos febles,
y así mi padre, limpio de culpa, indultado por la muerte,
asiste, engalanado de sus heridas, a esta conclusión inenarrable.
Notas de trabajo sobre Rhodesia: mi vida en Borrowdale
Mientras escribo este libro [perdido entre los bosques extramurales
de la imaginación] y el día afuera zumba como la sodomía, sin permitir
una sola idea original que rompa su cuidada unidad, me pongo a pensar
qué hubiera sido de mí a principios de los años setenta, en Rhodesia,
si decidía buscar un puesto como profesor de literatura de la escuela principal
del distrito de Borrowdale, Salisbury, el más pacífico y próspero del país
[un país donde puedes dormir desnudo y sin miedo a los temblores]
y me veo caminando por una calle accesoria al sol, recordando bien
que en alguna ocasión alguien aseguró que había recompensas ocultas
en el lenguaje, y que en vez de buscarlas en los libros que no he leído
y en las palabras que no entiendo, había preferido seguir en silencio
a un par de adolescentes por la calle y contemplar cómo esta magia
degrada a mi paso cada una de las leyes naturales [pero el tema aquí
no es ese, sino la contratación a la que aspiraba] mi piel puede pasar
perfectamente desapercibida entre la de los colonos ingleses y holandeses,
mi inglés, con su fuerte acento y sus idiosincrásicos giros resultaría
una simpática curiosidad dentro de la dicción colonial, mis conocimientos
de Marlowe y Wordsworth y Dylan Thomas habría servido para ganarme
el favor del viejo Johnson, quien escuchaba al poeta de Fern Hill
con el oído pegado a la radio, disfrutando su voz impresionante
en la BBC durante el peor de los periodos de la guerra, y entonces
me incorpora con un solo gesto a la plantilla de maestros [¡Me imagino
mi alegría entre los soportales de la institución!] y decido cumplir
el milagro de llegar a trabajar temprano todos los días, todos los días
mirando al amanecer desde mi escritorio la gran piscina que no se mide
por brazadas sino por los niños que murieron ahogados en ella,
y ponen a mi cargo un contingente de lobeznos rubios, de largas piernas,
sonrisas y lágrimas que en ellos no son solo de sensibilidad, sino
también de personalidad; algunos [pocos] alumnos indostanos, destacando
entre la marea europea, completamente integrados a ella mediante
el despliegue de mi voz [en mi clase cada palabra sería ardua como
una montaña] recitando las Baladas líricas o Bajo el bosque lácteo,
interpretando a Callapine en el momento climático de Tamerlán
[compartiendo un silencio cargado de argumentos en el club de debate
los viernes por la tarde] y supongamos que cierto día una de las profesoras
y yo comenzamos a salir, y aprovechamos las vacaciones de medio año
para hacer un viaje por el interior de la nación [surcamos en tren
los sembríos ordenados y silenciosos: un larguísimo cementerio de guerra;
mientras tanto, los bajorrelieves del río se deslizan lentamente y el sol
asoma como un hermano bueno que regresa de nadar] y supongamos
que de pronto los blancos y los negros se enzarzan en un conflicto
que ninguno puede perder pero tampoco ganar [y así pasan diez años
hasta que se hace imperativo dejar granjas y hogares, renunciar
a los trabajos que creíamos asegurados, mudarnos a Canadá, a Australia
o a Sudáfrica] y supongamos que no elijo ninguno de esos destinos,
que escojo permanecer en mi pequeña casa de pensionista en Borrowdale,
que este poema no es un poema sino el último testimonio que me permito
sobre el fracaso que confirmó nuestra superioridad y nuestra grandeza.
(De Rhodesia)
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