Isidora Vicencio

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Puerto Cisnes, Patagonia Chilena, 1992. Estudió Bioquímica en la Universidad Austral de Chile, Valdivia. Ha sido antologada en “Contramarea” (Editorial Summa, Lima, Perú, 2012) y en “Escritores en el Zaguán tomo III” (Editorial La Tregua, Concepción, Chile, 2016). Algunos de sus poemas se encuentran disponibles en formato digital en la revista electrónica de literatura “Círculo de poesía” (México, 2014).

– «Primeras casas» (Plaquette, Editorial Caletita, Monterrey, Nuevo León, México 2016)
– “Casas enterradas” (Editorial LAR, Concepción, Chile 2018)

– Gian Pierre Cordalupo (Perú)
– Pedro Chadicadi (Chile)
– Daniela Catrileo (Chile)
– Francisco Vargas Huaiquimilla (Chile)
– Felipe Rodríguez (Chile)

 

Isidora Vicencio

 
 
Casas enterradas

Antes la lluvia era tan helada,
las hojas temblaban en el suelo
como si su paso fuera el de un tirano
dispuesto a acabar con todo.
A veces la piel se despojaba de sí misma
para recibir las riquezas,
abrirse como tierra de cultivo.
Antes la lluvia desnudaba el hielo
y cada gota inundaba una ciudad.
A veces pájaros atravesaban la tierra
permaneciendo hasta sembrar sus huesos
detrás del suelo que gastaba el viejo tronco.
Antes no ardían amigos en el alba.
Las calles abismales recibían desaparecidos,
uno tras otro se juntaban en el viento
y cosían sus almas en el barro
cuando vieron que la ruta los quebraba.
Antes una y otra vez nos concibieron,
nuestros padres volvieron a mirarse
en todas las vidas posibles.
A veces lográbamos nacer.
Y llorábamos por la hermosura de las palabras,
llorábamos sobre los árboles muertos
que ocultaban el musgo que nos cubría.
Nuestro llanto era tan profundo,
se mezclaba con el río.
Entonces,
la lluvia abrazaba el tiempo.
Y nos mirábamos callados
esperando que no caiga la techumbre
en nuestras casas viejas y vacías
con muebles polvorientos y telas de araña,
pequeños calcetines en el tendedero
apuntando a la ventana que enmarcaba el mar.
Cómo quisiera estar allí, contigo
sentados en las sillas de Lenga
con un tazón de té, mientras la brasa mata el leño,
como un par de viejos solos que se amaron siempre,
contemplando, contemplando…
cómo el mar no cesa de moverse con el viento,
qué paciencia ha de tener que no se vuelve altivo o
qué solemnidad que no precisa orgullo.
A veces podíamos morir de hermosura
y la ciudad se saturaba de nosotros,
nuestro andar era cual muro impenetrable,
el universo temblaba en nuestro lecho.
A veces muerte reclamaba nuestra ausencia y
aun sabiéndolo mirábamos el mar enternecidos.

 
 
Kunukapi

Ha crecido bosque en nuestras calles
los líquenes cubrieron sus maderas
para entrar en donde hablan en silencio
y salir ramificados del origen de las aguas.
La corteza de Abedul nos alimenta nuevamente
los Coigües nos guarecen de la lluvia
mientras vemos cuellos negros ocultarse en el Kau-Kau.
Desembarcan los gemidos de la noche
para llevarse las memorias arraigadas
y comenzar de nuevo el ciclo de la tierra
donde dejamos nuestro cuerpo despojado
para la luna y el rocío venidero,
esperaremos el asomo del almácigo.
Mientras tanto se renuevan nuestras almas
en la vergüenza descubierta de la carne
y nuestra sangre herida entrega lo pasado
para elevar el torso blanco de la siembra
cuando germinen los cotiledones.
 
 
En el umbral

Espero en el umbral de la puerta
la llovizna que nos limpia el aire
adormece la tierra del camino
y sacia las horas resecas del día
que mueren sedientas en alguna ciudad.
En el umbral luminoso de una puerta
se piensa que la muerte abunda,
ha dejado su espesura entre la gente,
entre aquellos que temen el peligro del tiempo.
La llovizna ligera del bosque
ha tocado a los que huyen del día perdido,
a nosotros nos toca y quedamos muriendo
sepultándolo todo
donde son demasiadas las tumbas que callan.

 
PM

La madera polvorienta de los bares
ya no aguanta el cigarrillo gastado de los solitarios
ni las risas de los viejos en las mesas más ocultas.
Tantos clavos han herido sus paredes
que las fotos desteñidas se descuelgan
como la voz de una muchacha helada
buscando a alguien entre el mar y los borrachos.
La soledad es un niño abandonado en los barcos de la noche
en esas bancas que envejecen de tristeza
una muchacha, un niño anciano
se entrecruzan en los cerros endurecidos
y la brisa les sostiene el cuerpo.
El paso de los vientos nos ha desconocido.

 
Profecía

Moriremos en paredes
enmohecidas por la orina de las ratas,
en lugares que nos harán perder la piel,
donde gusanos tendrán poder de vida o muerte,
solos
porque el amor nos teme
y tenemos el rostro desfigurado.
 
 
Somos todos

Somos todos
un montón de casas enterradas
bajo lluvias y escombros,
cascada del ventisquero
o un río cualquiera.
Incluso bajo los edificios,
ya sabemos,
puede ser cualquier cosa;
el manto de neblina sobre el mar,
hogares vacíos en el bosque,
zonas enfermas de la selva fría.
 
 
Ayvn

En la noche cuando llueve
los cuerpos verdaderos del Universo
respiran sin premeditaciones.
En el ahora,
la libertad es la forma del cuerpo,
¿Qué soñaste
en el fogón de las estrellas?
¿en la montaña bajo la lluvia de luz,
bajo la superficie compresora de formas
o en la cuna de agua en la vertiente del sol?
En el altar de la mirada sincera
se encuentran los espacios perdidos,
los dominios invisibles que nos abre Ayvn.
En otros ojos se revela
el sol naciente del centro
y encontraremos
a los sobrevivientes
sin equivocarnos,
tal vez los veremos llorar,
porque no saldrán de las prisiones
sin romperse un poco.
Pero las luces de la costa fría se encienden.
La selva es de musgo, de agua,
del sonido de las gotas desconocidas.
El miedo no oculta lo hermoso;
la luz de Ayvn
que brota como agua de montaña
con rabiosa libertad
de ver el sol nacer del cuerpo.
 
 

El otro Planeta

No sabemos donde ir,
somos muchos los hermanos perdidos,
el bosque retrocede tras la ola de cemento,
se ahuyenta el dominio de la lluvia
en este país que no nos pertenece,
no podemos nombrarlo.
Nos juntaremos en el refugio a mirar la rendija
donde el sol refleja una imagen del otro planeta
ese que es más hermoso
donde todos somos todo y celebramos la muerte
donde no hay temor de sostener la mirada y
el árbol de la felicidad es el Roble
que nos deja ver las puertas del universo.
Estamos juntos como si fuéramos dos,
como si fuéramos diez,
uno,
donde la raíz que nos crece también es de otros,
y la existencia vibra en todas las caras
no importa si son invisibles o desconocidas.
En el centro del Azul, horizonte despierto
estaremos unidos
en lo más grande de lo más pequeño.
Estaremos en la casa enterrada
que tanto buscamos
y será como antes de nacer,
eso que ahora no podemos recordar
en esta espera que duele y transforma.
Ahora somos como un fruto moribundo
caído del árbol,
amenazado por las grandes ciudades.
El tiempo inmenso en verdad retrocede
y seremos recogidos del suelo,
librados de la prisión de las preguntas.
Esperamos juntos el reflejo,
no tenemos miedo si cantamos
ya no seremos los ajenos,
en calma nos iremos a ese planeta
cuando este termine,
cuando dejemos de ser
y seamos de nuevo.

 
 
 

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