Vicente Oyarzún | Chile

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Vicente Oyarzún Cartagena (Punta Arenas, Chile, 1992) Poeta. En 2016 obtiene la beca de creación de la Fundación Pablo Neruda y asiste al taller de dicha fundación.

Actualmente trabaja en su primer libro El neón de la mañana.

-Diego Alfaro (Chile)
-Francisco Ide (Chile)
-Valeria Tentoni (Argentina)

 

Vicente Oyarzún

 

Luces

 

Sólo una micro atrapada y la impaciencia de ver
los demás autos avanzar a tu costado.
Así debería comenzar: con un taco en la avenida,
una arteria luminosa en plena madrugada.

Presionas el botón, se abre la puerta.
Abajo tus pies sin música
patean hojas que no están.

Se deslizan rostros sobre tus ojos
como reflejos en un parabrisas.

Por encanto te detienes
recuperas algo olvidado
suerte del que recoge una moneda
y sigue.

Tu entorno parece amable
por un segundo
brillante transparencia que cubre todo
gas que se diluye.
Luces de un estadio vacío
o la de un puntero rojo que molesta
a los pocos transeúntes.

Esperas calmado, en el fondo
las distracciones son respiraciones de la mente
y las ansias sólo un adorno
la locura que te pones como una corona.

Seguramente porque no has dormido
sientes algo de gloria en eso de bajar
antes de la micro para caminar un poco
sumergirte en el bullicio y respirar
el neón de la mañana.

 

 

 

Retazos

 

Postales intermitentes que regresan
desde la duermevela
por una fracción de segundo.

No logras identificar
si algo comienza o termina
según la costumbre
de dividir la vida en etapas.

Pero ya aprendiste que el bajón se instala
cuando puede y quiere
y esa escasa sabiduría te basta
para reír ahora, es cuestión de tiempo.

No hagas caso de ningún consejo
dijo tu horóscopo.
Saltar de un día a otro:
el pasaje marcado de una partitura
donde el intérprete siempre tropieza.

El futuro vuelve como una imagen
que viene de lejos y se quema
en ese fósforo que enciendes.

Luego un lápiz sin tinta
el aire libre y un silencio
al que no puedes agregar otra cosa.

 

 

 

Ángulo de mesa calle Cumming

 

Sin impostar la voz sería difícil
continuar con esta jornada
en la que no nos hemos mandado a decir
nada con nadie
como hace la gente
que se enorgullece de su agresividad.

Las piernas se topan debajo de una mesa
demasiado chica
que casi cae al borde de la acera.
Cuando llega a su último peldaño
la escala de grises de la tarde
nos cagamos de frío
con tal de seguir fumando.

A estas alturas sólo sabemos
apuntar instantes con la memoria
que esperaban por esta sinceridad
ya inevitable.

Observar las mesas de alrededor,
escuchar a la gente que canta
más o menos afinadita.

Elegir entre la euforia, una pelada de cables
o ese silencio en el que a ratos
alguno de nosotros se sumerge
aleatoriamente.

Doblar la etiqueta húmeda
arrancada de la botella de cerveza
como una forma tal vez desesperada
de intentar imprimirle una geometría al mundo.

Aprovechar el trayecto
de ida y vuelta hacia el baño
para estar solos.

Entregarse al mirar distraído que traspasa objetos
con desidia y sin oídos
por espacio de quince, veinte segundos.
Y el volver de cada uno con sonrisa
muletilla, frase hecha
que mantiene la conversación en movimiento.

 

 

 

La noche en un sillón

 

Después de falsas despedidas
frente a casas que alguna vez fueron las suyas
él le llevó unos cigarros en la madrugada.

Compartieron un tarro de duraznos
pasando años en limpio con rapidez
como si los invadieran de golpe
todos los insomnios.

Ahora pasan la noche
hablando en voz baja
para no despertar a la gente que duerme
en las habitaciones aledañas.
Ejercicio del tacto sin piel
en la transparencia de sus máscaras.

Sólo el perro los observa
y parece querer explicarles
que se están pasando exactamente la misma película.

Sobre sus cabezas el reloj que no miran
bajo sus pies la sed derramada.
La tele en mute cambia incesantemente
el color de sus rostros.

Ella se suelta el pelo
señales inconscientes que si quisieran leer
romperían esa quietud de flores secas
colgando de cabeza
ese silencio de corchea sin ángel que se expande.

No pasa nada en todo caso, sólo conversan
Sosteniendo lo que tienen
con la pereza de un imán.
La noche no se avispa y al alba
ya no tienen excusas para seguir juntos.
Historia que sigue o comienza
pero todavía no. Se hacen los tontos.

 

 

 

Cuando nadie los ve

 

En una casa de paredes mal pintadas
con un antejardín donde el pasto está muy largo
(sus habitantes hace tiempo no lo cortan
por una mezcla de depresión y pobreza
que disfrazan de jipismo)
dos niños trepan el mueble de la biblioteca
única posesión de valor en esa casa sin juguetes.
Acaso piensan que suben a un árbol
estiran sus pequeñas manos
extraen un ejemplar delgado
que observan, incapaces de descifrar
aún esos grafemas,
y lo muerden para aliviar
la fiebre en las encías.
Título y autor se borrarán definitivamente
de sus memorias. Sólo quedará el color azul
de la portada, el grabado de un centauro.

 

 

 

En bicicleta bajo la tormenta

 

Los frenos y las ruedas mojadas
resbalan al contacto
Me estrello mejor que un pájaro
contra el ventanal inmaculado de la lluvia.

Pareciera que vienen hacia mí
las gotas iluminadas
por la luz de los semáforos.

No pensar, quedarse pegado
en la saturación de luces, un túnel
que conduce a otro túnel.
El frío, la ropa mojada sobre el cuerpo,
el breve retorno a la inocencia
cuando no evito los charcos.

La oscuridad cae de golpe
como siempre.
En la velocidad me quedo quieto.
Soy la flecha aporética
en una calle vacía.
Escucho el ruido de los ejes
tan parecido al golpeteo
de la punta metálica del lápiz
sin detenerse.
Avanzo, me borro como un dibujo
en un vidrio empañado.

Soy sólo un momento que sostiene el equilibrio
bajo una tempestad,
el mandala de los rayos despidiendo reflejos,
las ganas secretas de chocar
al final de la bajada.

 

 

 

Hoy desperté de innumerables pesadillas

 

Mi madre yaciente en los brazos de mi hermana
esa habitación que se repite,
el pájaro muerto en el techo de una casa.
La cima de un rascacielos donde estaba acostado
y si me movía
caía.
Pero hoy una corriente de aire
cruzó de ventana a ventana
y se llevó lejos los temores abisales
Abrí las puertas, dejé entrar el rugido
y un choque en la esquina que no resonó
tampoco el crujir de la loza en el lavaplatos,
el movimiento compulsivo de rodillas y pies
ni el chasquido del encendedor.
Pareció que venían de un sol extraviado
las luces del alumbrado en una calle
todavía un poco diurna. Y la música
fue un lujo inmenso cuando se terminó el café.
Hoy tuve otra postura al apoyarme en la pared de la cocina
recordé una caja en el persa de libros a luca
y en esa caja estaba Cipango.
La estrofa no terminó en la extensión de las manos.
Hoy desperté de innumerables pesadillas
levanté con cuidado una polilla muerta de la mesa
y cuando la iba a sacar por la ventana
se puso a volar.

 

 

 

Imaginas esta escena:

 

dos personas con los pies en el agua
a la orilla de un mar
no tan mar
un poco río.
El sol cae sobre ellos
como el amarillo de los destacadores de texto
para que brillen en la página
o en el lienzo infinito de los ojos.
Dos palabras que de alguna forma
lo resumen todo.

Los ojos semiabiertos
a punto de entregarse a la luz
que viaja por el aire como shampoo de manzanilla.
Cuando todos duermen
cuando el beso se instala
en la mañana o el sueño.

Intentas no detenerte demasiado
en ese bosque interminable de árboles de agua
y de siglos de gaviotas anunciando las auroras.
Te resulta tan fácil sentarte
a inventar con la voz una caricia
en un cuerpo invisible
a fotografiar un sueño
como si no fuese en la vía pública
donde imaginas esta escena:

Esta plaza nocturna
atestada de gente y de palomas
que se esquivan mutuamente.

 

 

 

Patio de luz

 

Podría comenzar a brotar la enredadera,
árbol que crece en la imaginación
y devora el edificio.
Romper la quietud
con claustrofobia de pájaro
si nadie canta en la ventana.
Leve inclinar el libro
del que se asoma aprovechando
unos últimos minutos
de luz natural.
Estirar hasta donde se pueda la cuerda del día
cuando el sol hace su única aparición
justo en el cénit.
Sólo el vuelo reiterativo de una mosca
llena el espacio.
Las paredes blancas multiplican el neón.

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