Natalia Litvinova | Bielorrusia

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Natalia Litvinova es poeta, editora y traductora de poesía rusa. Nació en Bielorrusia en 1986 y vive en Buenos Aires. Su obra ha sido publicada en Alemania, Francia, España, Chile, Brasil, Colombia y Estados Unidos.

  • Todo ajeno.
  • Siguiente vitalidad
  • Cesto de trenzas
  • La nostalgia es un sello ardiente
  • Luna Miguel
  • María Sánchez
  • Elena Medel
  • Johanna Barraza Tafur
  • Carla Chinski

 

Natalia Litvinova

 

 

(de La nostalgia es un sello ardiente, 2020)

 

Un sol que no se apaga nunca, 

ni siquiera de noche, 

es la cara de mi amiga Catalina. 

Tengo 9 años, 

paso a buscarla para ir a jugar, 

me dicen que espere en el living, 

la veo sobre el regazo de su abuela

que le está haciendo unas trenzas.

La luz desciende por su cabello 

como por una cuerda. 

Me sonríe, estamos conectadas,

una sujeta a la otra con liviandad. 

Hace 22 años que no hablamos. 

Vivimos en países distintos,

ella está casada, tiene un hijo, 

una hija y se tiñó el pelo.

 

Catalina, sos abogada

pero no podrías defenderme

de la trama familiar

ni del exceso de nostalgia.

Guardamos algo

por considerarlo pequeño

pero luego se expande 

transformándonos

en su territorio.

Cuando abrí la computadora,

escribí tu apellido

e hice click

supe que te casaste

y tuviste un hijo hace dos años.

Tus fotos se destacaron

entre miles de otras,

no pensé que había 

tantas portadoras

de tu nombre.

Si todas se tomaran de las manos 

desde Bielorrusia,

formando una cadena,

llegarían a mí.

 

El viento se pone furioso,

las puertas de la casa se sacuden, 

me apoyo en una de ellas 

y siento en la espalda

la fuerza que intenta derribarme.

Es el eco de lo que anhelé y retorna. 

Qué busca este viento, 

refrescar el olor de mi quietud

o arrasar estos poemas.13

Te gustaría llevarme de la mano

a la habitación de tu hijo

y decirme: No salió a mí.

No se te parece, es cierto,

tiene las orejas

demasiado grandes.

Los enamorados 

se escriben cartas 

y las amigas

absorbemos

el agua de cada una

como dos dalias

plantadas cerca.

Nosotras, Catalina,

tampoco nos parecemos

a nuestros padres,

no nos seducen las trampas

en las que cayeron.

Hace dos décadas

que no nos vemos,

hicimos de la soledad

una perla

que nos enfría

cuando todo arde.

 

Te encontré en las redes,

en tu perfil dice que sos abogada. 

Y comienzo a espiarte:

estás en la playa con un hombre, 

¿es tu marido? 

¿A dónde fueron? 

¿Es su luna de miel? 

En una foto celebrás la navidad en familia 

pero tu abuela no está. 

Me llama la atención otra, 

estás en un café con varias mujeres, 

sostienen a sus bebés, sonríen 

vestidas igual. 

¿Son tus amigas? 

¿Conocieron a tu abuela

que me quiso como a su nieta?

 

Redacto un mensaje 

que no envío: 

 

Hola Catalina, 

¿te acordás de mí? 

Miro la manera en que abrazás a tu hija, 

es igual a vos cuando tenías su edad. 

Hoy en el tren vi a un muchacho, 

se le desviaba el ojo izquierdo 

igual que a mí. 

Con un ojo puedo seguir 

la lectura de un libro, 

de una historia, 

mientras el otro, fuera de órbita, 

observa la vida. 

La normalidad me daña 

pero a vos te queda bien, 

resalta tu belleza. 

 

Quiero describirte la fotografía

que guardo en un cuaderno:

dos chicas en una hamaca 

que ya no existe.

Tienen el pelo trenzado,

parecen hermanas

y bajo sus pies 

una dibujó una casa

y la otra agregó las rejas.

Somos nosotras. 

Ese día me dijiste:

A partir de hoy,

me criará mi abuela.

El pasado es una hamaca

a la que me subo

y me empujo para llegar a vos

y preguntar qué te hicieron

tus primos aquella noche

mientras tus padres no estaban.

 

Nos criamos en las escaleras

que olían a tabaco y orina.

En los 90 los borrachos

dormían en los rincones oscuros

de nuestro edificio.

Yo vivía en el sexto,

vos en el octavo

y el ascensor no funcionaba.

Bajábamos las escaleras corriendo

para que no nos alcanzaran,

el vidrio de las botellas de cerveza

crujía bajo nuestros pies.

Ahora, cada vez que entro

en un ascensor

mi corazón se acelera

sin amuletos.

 

Te pasé a buscar,

bajamos los ocho pisos 

de la mano

y nos sentamos 

detrás del árbol,

espalda contra espalda,

tomamos

un puñado de tierra

y lo metimos en la boca.

Me tocó un vidrio,

te tocó un papel con la mitad 

de un número de teléfono.

Masticamos 

el único alimento

que podía

emanciparnos

de los padres.

 

 

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