Patricio Foglia por Jonathan Guillén

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TOKIO FLOGIA LA TEMPESTAD DE UN TOKIOTA

Poco tiempo antes de morir decapitado en ritual Seppuku a manos de un amigo, Yukio Mishima había pronunciado estas bellas palabras acerca de Tokio: “La belleza de la ciudad era, ni más ni menos, la belleza de sus heridas”. Es un poco así como Patricio Foglia nos relata, un tanto informativamente, una ciudad que palpita mediante el honor y lo bello, entre la angustia y el trabajo, entre calles y puertos, entre el amor, la tecnología, el dinero y el océano Pacífico. Precisamente el mar moja los pies de Tokio. Y del mar se desprenden las voces que conforman este poemario aislado y acuático en su génesis, que da la sensación de invitarnos a recorrer sus páginas como quien lo hace en las calles y jardines de Japón.
La voz del autor se estaciona, creo, bajo la marca del Situacionismo al producir ambientes que se organizan colectivamente, con todas sus derivaciones posibles, convirtiendo el sentido original de cualquier situación en una contemplación aguda y apasionada, como gaviotas mecánicas en vuelo: “Otras veces el sol permanece en lo alto/ durante más de una jornada/ sin una sola nube que lo interrumpa/ y la mente de los trabajadores/ enloquece, como las hojas de un sauce/ contra el viento”. De este Situacionismo de la poesía de Foglia, se desprenden como las hojas de sauce, la deriva y la psicogeografía. Estas concepciones poéticas trabajan para configurar un breve pero significativo vistazo a los corazones de los habitantes de Tokio. A nosotros, lectores que buscamos que algo nos ocurra cuando enfrentamos el texto, nos basta tomar la mano del poeta para adentrarnos en una ciudad tan distinta a como la soñamos o vemos mediante el cine, casi como si quedara en otro planeta y sus hombres y mujeres estuvieran conformados por loza milenaria y barro celestial. En estos poemas exorbitantes se resiste pensando en un dolor que nos amenaza a todos por igual. “Ninguna ciudad como Tokio comprendió mejor la frase el tiempo es dinero”. El capitalismo y la hegemonía de los poderosos, de los que mueven la economía, de los dueños de los barcos pesqueros de Tokio y del mundo: “Llueve, cada vez más fuerte, / y cada trueno interrumpe la lluvia/ y bajo la lluvia se acerca el buque pesquero/ hasta la dársena central, con los trabajadores/ todos en sus puestos, listos/ para descargar la faena: / cargan y descargan/ cargan y descargan/ como si ninguna otra cosa existiese en la tierra”.
Experimentar la vida trabajadora y urbana de la ciudad, perderse entre sus muelles por la madrugada, dormirse en los medios de transporte; es una rutina para quien reflexiona sobre un futuro estacionado y lejano, quizá nunca se llegará a tocar lo proyectado. Entonces, la deriva es un ejercicio fantasma, una sombra imperial en la tierra del sol naciente; pero sin lugar a dudas es un furor poético que nos ordena las emociones que sentimos por no poder acceder a la felicidad que se nos vende, que se vende también en Japón, y encontramos en este ejercicio una mueca de victoria, un poder estar y soñar un día más, sentado frente al mar, aquí o allá, observando como el sol de Tokio devora gaviotas y pulpos en las páginas de este poemario.
Pero la geografía de esta metrópoli y su movimiento permanente van marcando a quienes luchan a diario por sobrevivirlo. Y quienes abren estas páginas van adentrándose en la misma geografía, y comienzan a experimentar el mismo clima, y se pierden en los mismos rincones y en las mismas horas, en las mismas aguas negras del océano. Se vive dentro del libro como se vive afuera, se mira lo que se mira afuera y el comportamiento del autor y del lector es el mismo que el de los protagonistas. Son todos quienes inventan la ciudad y le dan curso a las vidas de millones de seres: “Cada tanto, / una moto acelera a fondo/ y se pierde por la avenida. / Después/ durante horas/ no se escucha nada más/ no se escucha nada más/ hasta que llega de regreso/ el buque pesquero/ justo antes de la salida del sol, / mientras Tokio abre de par en par/ sus enormes ojos blancos”.
Esto es Tokio. La ciudad y el libro. La belleza y la herida. Otra frase, esta vez de Kenzaburo Oe, nos hace entender el verdadero trabajo de estos poemas: “Las cosas sólo se pueden entender correctamente cuando se capta su espíritu mismo con pureza, lejos de las palabras e imágenes que las representan”. Patricio Foglia tiene dos pasajes en sus manos, vía directa, hacia sus páginas de lluvias intermitentes. “Llueve en el puerto/ abajo del toldo de un galpón/ las putas se van juntando/ como un racimo de uvas/ que apenas se sostiene/ de su parra en la noche de tormenta”. Cierro el libro, fumo y espero. Suena el timbre de la casa. Son Takashi y Mitsuki que han venido para tomar el té.
 
 

Selección de textos

Mitsuki
A Osvaldo Bossi

Mitsuki está sola
en la dulce compañía
de ingenuas y luminosas canciones
que suenan desde la radio
mientras ella despliega una camisa, celeste
sobre la mesa de madera:
Mitsuki le prende, con prolijidad,
cada uno de sus botones
y después, la dobla al medio: Como si fuese
una tela imperial, la deja con cuidado
sobre la pila de camisas celestes
que fueron formando una columna
una pequeña torre de polyester.
Es domingo por la mañana
hay olor a perfume para la ropa y a té
Takashi duerme en el cuarto contiguo.

 
 

Antes de que termine la noche

el buque pesquero junta sus redes
para zarpar
de regreso al puerto.
Ahora las máquinas hacen su trabajo.
Agotado, Takashi
camina hasta la baranda
y prende un cigarrillo.
Más allá, en el cielo
las nubes empiezan a agruparse
formando un algodón flotante,
violeta y eléctrico.
– Qué hermoso cuando cae
un rayo sobre el mar: ojalá pueda verlo,
piensa Takashi,
y después no piensa nada más
da una última pitada
y tira su cigarrillo:
un punto rojo cae, y desaparece
en las aguas negras del océano.

 
 

Son las 3 de la mañana

y el puerto está en silencio.
Apenas se escucha el golpe
del agua contra el muelle
y unas gaviotas
que giran alrededor de un islote
a lo lejos. Cada tanto,
una moto acelera a fondo
y se pierde por la avenida.
Después
durante horas
no se escucha nada más
no se escucha nada más
hasta que llega de regreso
el buque pesquero
justo antes de la salida del sol,
mientras Tokio abre de par en par
sus enormes ojos blancos.

 
 
 

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