Luciano Lamberti por Florencia Chiaretta

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portada san franciscoLA BUENA GENTE DEL CAMPO

En una de sus parábolas maravillosas, Flannery O´Connor describe la fisura de los estereotipos más aceptados: una razón bien afilada, un temperamento ultra cínico, sucumbe ante los artilugios de un perfecto farsante. En “La buena gente de campo”, la bruja blanca del sur plantea el drama de una tullida inteligente engañada hasta la humillación por un vendedor de biblias, un buen muchacho de campo que se alza, triunfal y vil, con un sistema de creencias y una pata de palo.

En otro sur, digamos el reverso austral del gótico americano, en el aradísimo campo cordobés, está San Francisco, la pequeña ciudad que por los siglos de los siglos será pueblo. Luciano Lamberti escribe un libro que lleva el nombre de su aldea y recurre un par de veces al título del cuento de Flannery para hablar de esos que todavía viven en el espacio que él dejó. Antes de la más reciente edición (China Editora, Buenos Aires, 2014), el poemario circulaba con doble toponimia: San Francisco/Córdoba marcaba entonces un itinerario, una ruta. Tendía desde el vamos el puente entre el objeto y su evocación, una piedra más en el camino de la muy literaria dicotomía entre campo y cuidad, en un viaje migratorio de un interior a otro, esta vez más grande, como en los círculos del infierno pero al revés (“excéntrico” no es un adjetivo que le calce a un autor alejado -o más allá- de un esfuerzo en esa dirección).

Ahora que San Francisco se nos presenta así, a secas, todo cierra mejor. Si el campo es el territorio de lo plano por definición (no en términos geográficos -aunque acá sí: es la pampa- sino desde los espesores intelectuales), Lamberti nos invita a recorrerlo con los sentidos abiertos: estamos en presencia de “El campo metafísico”, uno hecho de senderos engañosos, de destinos que toman formas imprevistas, mutaciones que tienen lugar aguzando un poco el ojo, enrareciendo lo habitual mediante un cambio sutil de perspectiva (materia y misterio: he ahí la poesía). Lo trascendente tiene relieves distintos, y ahí donde no se puede hacer mucho (a lo sumo ver un incendio, chupar un yuyo) tal vez se pueda pensar, o volver a los objetos sagrados para hacer funcionar la mente sin tanto humo. Metafísica y religión, entonces, como en el poema que se llama “Evangelio para principiantes”: ¿Qué es eso? ¿Qué? ¿Qué es ese ruido? / ¿Qué es eso que pasa y se diluye? / Es el campo metafísico. / Se está yendo por la boca del aljibe.

La poesía de Lamberti tiene el sello noventero de lo cotidiano y autorreferencial pero todo sostenido por la mano invisible de un gran narrador, que sabe cómo hacer de propia y ajenas vidas a medio camino entre lo real y lo imaginario. De la misma manera en que toda biografía está manipulada, acá parece ser una excusa para el invento. Lamberti ficcionaliza un territorio poblado, como cualquier patria, de fantasmas indómitos, y lo que sale de eso es algo límpido, luminoso, un rayo de sol que rebota contra una espiga de trigo y crea un destello primordial, un mundo nuevo hecho con materiales antiguos y comunes. Una suerte de suave temblor generado por las cosas simples y los extrañamientos que vienen con ellas: “Vos no dejabas a nadie sin levantar la piedra y ver el grillo”.

La naturaleza real, palpable, de los campos sembrados, de los incendios, los galgos, los teros atravesando la noche, engendra la pregunta metafísica: ¿por qué es todo tan distinto para dos hombres que giran y se tuercen, como espigas, en la misma dirección? Hay un tono general que no cede a explosiones líricas pero es sin embargo místico, en una búsqueda ni disciplinada ni salvaje. Algo que va, como el agua, como los colectivos en la ruta de noche.

Pero también (y esto le da una fuerza especial a lo que en una primera aproximación es el experimento poético de un afilado narrador) hay un ritmo de suspenso, un clima enrarecido que sostiene con tributos de gran lector, agarrando cosas de donde quiere para armarse su casa: la colina de Edgar Lee Masters, o cierto tono carveriano. Incluso queda flotando la idea de un San Francisco a medio camino entre el Marte de Bradbury y el Macondo de García Márquez (en el pueblo hay un señor que pasea un serpentario, la madre tiene una voz especial para llamar a los pájaros).

Y a veces va de Córdoba a San Francisco, /mirando un thriller en un descompuesto /televisor de colectivo, /con toda la buena gente de campo roncando y tosiendo /en los asientos paranormales del Expreso. /Cuando se levanten, /los asientos conservarán un rato su temperatura.

La pampa gringa no funciona como horizonte nostálgico sino como un espacio fantasmal que todavía puede habitarse porque se sigue, de algún modo, siendo el mismo. El mismo es ese que recuerda a las madres que llaman a los chicos –los mismos– para que vuelvan a la casa, el que escucha las voces porque todavía siente el llamado, el grito seco de un nombre propio que actúa como ritornello. Como una conciencia anticipada de lo que significa la infancia en la vejez: esas voces desde el fondo del tiempo pero tan cerca, el olor de las casas, los sentidos captando como antenas un mensaje extraterrestre.

Un libro que se llama como el pueblo y está dedicado a los padres: una educación sentimental que se agradece.

 

Un kilo de mandarinas

Y en invierno, cuando estoy sin ideas y el frío arrecia,
busco los borceguíes militares de padre y me siento a leer
enciclopedias junto a la estufa de kerosén.
Cuando se va haciendo de noche me gusta pensar en las llamadas,
los gritos con los que las madres, a esa hora,
le ordenaban a los chicos que vuelvan a casa.
Traigan en ustedes la excesiva lujuria,
el brillo en extinción, pasto en el pelo,
luego de la batalla con ramas afiladas.
Ahora el peso de los chicos tuerce las ramas.
Su transpiración en las aulas argentinas.
Mojarritas grasientas del canal tóxico
brillando y saltando sobre las redes.
La dulcísima exhalación de mandarinas caídas.

 

Evangelio para principiantes

Bienvenidos todos al campo metafísico. Teros metafísicos
cuelgan gritando del aire. Un policía metafísico
va al trabajo silbando. Los televisores
proyectan su azul metafísico estival.
Un chico dejó la bicicleta en la cuneta
y se acostó, chupando un yuyo autóctono.
Pero las nubes no tenían forma, eran la promesa
de una forma, eran la interrogación
de las formas actuales.
El chico se duerme y se despierta.
¿Qué es eso? ¿Qué? ¿Qué es ese ruido?
¿Qué es eso que pasa y se diluye?
Es el campo metafísico.
Se está yendo por la boca del aljibe.

 

El olor de su cuerpo

Acumulamos hojas y las encendemos
como soles artificiales para un planeta alejado del sol.
Mi cuerpo está lleno de preguntas. Pero no el cuerpo
de mi bisabuelo. Su cuerpo
no era muy distinto al de un animal.
Por una cuestión ridícula, un chiste,
le pegó un tiro en la cabeza a un vecino
y después caminó hasta mitad del campo y se abrió
la panza con un tramontina. Tengo una foto.
Apenas acaba de llegar de Regia Emilia, y posa
con una escopeta reluciente, bigotes,
la mística mirada brillante de los borrachos.
Al final de su vida no tenía pelo en las piernas.
Su rodillas eran piedras pulidas.
Y los perros lo llamaron toda esa tarde.
Lo olían, horizontal, sobre el pasto.

 

Córdoba (fragmento)

La buena gente de campo sumida
en el ruido de fondo de la historia,
la marcha de sus eyaculaciones,
terminales con mosaicos rojos cubiertos de grasa,
donde un chico tuerto pasa el escobillón.
Él tiene un secreto, como todos en el interior.
Él no quiere salir de su casa. Él quiere volver a mostrar
su pañuelo. Él se promete engordar. Resentirse como una fruta.
Levantar una torre de catolicismo militante.
Quiere escribir la poesía del amor
para la niña a la que a veces una sombra
le come la cara, algo que no pertenece
a esta época, algo imprescindible.
Él está volviendo a su casa.
Él atraviesa el Parque Sarmiento en
domingos familiares.
Él está limpiándose los lentes y soñando
el sueño de la buena gente de campo: una casa
que abraza, un par de chicos deportistas,
macetas, millones de macetas,
macetas en tarros oxidados, macetas verdes y rojas,
macetas en pavas y en conservadoras de telgopor,
llenas de plantas guachas, prehistóricas, mutando.

 

El advenimiento (fragmento)

Voy corriendo sin cabeza
como un gallo
Tengo el corazón envuelto en fuego.
Choco dos cráneos para hacer una idea.
Se imprime una cicatriz en el cielo.
Y a la hora de dormir
el grillo que viene del río dice algo importante y desaparece.

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1 comentario

  1. Mar

    Me encantó la reseña, la comparto!

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